El Gran Evangelio de Juan |
El Arcángel Miguel, encarnado en Juan el bautista. Juan da testimonio del Señor. La Naturaleza del Ser divino. La naturaleza del hombre y los caminos extraordinarios para su Salvación (Juan 1:6—13) (Juan 1:6) Hubo un hombre enviado por Dios, de nombre Juan. [1.2.1] Este hombre, que se llamaba Juan, predicó la penitencia, y bautizó a los convertidos con agua. En él estaba el espíritu del profeta Elías, y era el mismo arcángel que en los comienzos de los tiempos venció a Lucifer y más tarde luchó contra él por el cuerpo de Moisés. (Juan 1:7) Vino este para ser testigo, para dar testimonio de la Luz (a los hombres sin luz), para que todos creyeran gracias a él (es decir, que por la Luz de él reconocieran la Luz primaria, venida para ellos). [1.2.2] Juan vino de las Alturas como antiguo y nuevo testigo, es decir, vino de la Luz primaria como luz para dar testimonio de la Luz primaria, del Ser primario divino, cuyo Ser tomó carne, viniendo a sus hijos en la misma forma humana que ellos, los que surgieron por Él y de Él, para iluminarlos de nuevo en su noche, devolviéndoles de esta manera a su Luz primaria. (Juan 1:8) No era él (por sí mismo) la Luz, sino que vino a dar testimonio de ella (es decir, dio testimonio al sentimiento de sublimidad agotado en los hombres, de que ahora iba a venir la Luz primaria misma de las Alturas eternas, con la humildad de un cordero y que voluntariamente iba a cargar con todas las debilidades de los hombres, para devolverles de esta manera la Luz primaria y para emanciparles e igualarles a ella). [1.2.3] Por supuesto que Juan en sí mismo no era la Luz primaria, sin embargo, como todas las criaturas era una partícula de esta Luz. A él, sin embargo, le estaba concedido permanecer en unión con ella por su humildad predominante. [1.2.4] Como él estaba en unión continua con la Luz primaria y como la distinguía de la suya, bien pudo dar testimonio irrecusable de ella, despertando tanta luz verdadera en los corazones de los hombres que ellos, poco a poco, pudieron llegar a reconocer que la Luz primaria, ahora encarnada, era la misma a la cual todos los seres y todos los hombres deben su existencia libre, pudiendo conservarla así, eternamente, de acuerdo con su propia voluntad. (Juan 1:9) Ésta era la Luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. [1.2.5] No el testigo, sino Aquel de quien testimonió era la verdadera Luz primaria que desde el principio ilumina y vivifica a todos los hombres que vienen a este mundo. Por esto, el noveno versículo dice: Era exactamente Ésta la Luz verdadera que, desde el comienzo, creó a todos los hombres con una existencia enteramente libre, y que ahora vino para iluminarla en abundancia y para volver a igualar la existencia de los hombres con la divina. (Juan 1:10) En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él, pero el mundo no le reconoció. [1.2.6] En el quinto versículo ya se ha explicado bien cómo los hombres en su oscuridad no me reconocieron a Mí o la Luz primaria de este mundo, a pesar de haberles enviado tantos precursores y profetas para anunciarles mi venida. Es necesario mencionar que por “mundo” se debe entender los “hombres” y no la Tierra portadora de almas juzgadas, las cuales forman la materia. Aunque en parte la humanidad surgió de esta materia, una vez liberada de ella ya no son parte suya... Porque ¿cómo exigiría Yo de una piedra que me reconociese, si se halla en el juicio más profundo? Pero sí se le puede exigir esto a un alma liberada que lleva mi Espíritu dentro de sí. (Juan 1:11) A lo suyo vino, y los suyos no le reconocieron. [1.2.7] Lo que era suyo no se refiere al mundo sino únicamente a los hombres según su ser psicoespiritual. Como ellos mismos, en el fondo, son Luz primaria como Yo, tienen que ser parte integrante de Mí y forman una unidad con mi Ser primario. [1.2.8] Pero como se estaba agotando este mismo Ser que en ellos se manifestaba como sentimiento de sublimidad —razón por la cual Yo vine a ellos y aún sigo viniendo—, no me reconocieron y menos todavía a sí mismos y al propio Origen primario de su existencia indestructible. (Juan 1:12) Mas a cuantos le reconocieron, dioles potestad de venir a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. [1.2.9] Es fácil comprender que, entre todos aquellos que ni me recibieron ni me reconocieron, el Orden primario quedó alterado y con este trastorno permanecieron en un estado de aflicción llamado “mal” o “pecado”. Pero entre muchos otros que me recibieron, es decir, que me reconocieron en sus corazones, era indispensable que este “mal” desapareciera por la unión restablecida con el Orden fundamental y el Poder primario de todo Ser. Se reconocieron a sí mismos en él, reconocieron dentro de ellos la Luz primaria dada por Mí y encontraron en ella la Vida eterna e indestructible. [1.2.10] En el marco de tal Vida comprendían que no sólo son criaturas mías —idea que surge únicamente de su pensamiento de vivir una vida de condición inferior—, sino que son mis propios hijos, porque son portadores de mi propio Ser proyectado hacia afuera de Mí mismo por mi Voluntad y Omnipotencia. Su luz —es decir, su fe— es igual a mi propia Luz primaria, con lo cual posee la misma omnipotencia y fuerza que hay en Mí. Por tanto, ellos tienen todo el derecho a ser mis hijos en toda plenitud... [1.2.11] Tal luz es la fe. Y mi nombre, hacia el cual están dirigidos los rayos poderosos de esta luz, es mi propio Ser primario, la Fuerza y la Omnipotencia con la que cada cual establece en sí mismo la legítima filiación de Dios. Por esto, el duodécimo versículo dice que todos los que me acepten y crean en mi nombre tendrán el poder y el derecho de volverse verdaderos hijos de Dios. (Juan 1:13) Los cuales, no de sangre, ni de voluntad humana, ni de voluntad de varón, sino de Dios nacieron. [1.2.12] Este versículo no es sino una afirmación y aclaración del anterior y los dos versículos en conjunto dicen: A los que le aceptaban y creían en su nombre, les dio la facultad y el derecho de volverse hijos de Dios, los que no son nacidos de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad del hombre, pero sí de Dios. [1.2.13] Se entiende que aquí no se trata de un primer nacimiento de la carne por la carne, sino únicamente de un segundo nacimiento por el espíritu del amor a Dios y por la verdad de la fe intensa en el nombre de Dios vivo que es Jesús—Jehová—Sebaot. Otra definición acertada de este nacimiento es el “Renacimiento del espíritu por el bautismo de los Cielos ”. [1.2.14] El bautismo de los Cielos es la completa sumisión en el hombre del espíritu y del alma —junto con todos los deseos— al espíritu vivo del amor a Dios y al Amor en Dios mismo. [1.2.15] Una vez conseguida esta sumisión por voluntad propia del hombre, y cuando todo el amor del hombre ya está en Dios, entonces —por tal amor santificado— también el hombre todo está ya en Dios. Madurado apropiadamente, surge un nuevo ser fortificado, renacido de Dios. Unicamente con este segundo nacimiento que no es ocasionado por apetencias carnales ni tampoco por el instinto sexual del hombre, el ser humano llega a ser un verdadero hijo de Dios... Un hijo de Dios por la Gracia que es un poder del amor a Dios en el corazón del hombre, siempre a la libre disposición suya. [1.2.16] Esta Gracia es aquella poderosa atracción de Dios en el espíritu del hombre, por la cual este —atraído por el Padre hacia el Hijo— alcanza la verdadera y viva sabiduría. |
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